lunes, 5 de mayo de 2014

Separación de Iglesia y Estado: una reflexión

En Puerto Rico se habla mucho sobre la separación de Iglesia y Estado, como si el problema fuera de la Iglesia Católica, en vez de pensar en los intereses de los políticos de turno.

Tras la Revolución Francesa -en la que se inspiraron los padres de la patria estadounidense- se rompió definitivamente la unión entre Iglesia y Estado que se había consolidado en Francia desde tiempos de Carlomagno. 

Pero lo que pocos saben es que esa separación -bien entendida- era necesaria, entre otras razones, porque desde la Edad Media y durante el Renacimiento los reyes y emperadores intentaban inmiscuirse en los asuntos doctrinales, jurídicos y prácticos de la Iglesia. En la Edad Media, esto dio lugar a la lucha de las investiduras. Es decir, que en muchos momentos los emperadores se arrogaban la autoridad de nombrar obispos, o de exigirle al papa su visto bueno o confirmación.

Durante la Ilustración europea y la Revolución Francesa, los monarcas europeos y emperadores pretendían que los obispos y curas fueran antes que nada funcionarios del Estado.

En América, los reyes españoles tenían autoridad sobre los nombramientos eclesiásticos por el Real Patronato de Indias.

Sin querer complicar la cosa más, lo que quiero decir es lo siguiente, citando la publicación de un buen amigo de muchos años y una conversación que tuve hace años con una religiosa estadounidense:

que si estudiamos la evolución del concepto "separación de Iglesia y Estado" no debe entenderse éste como una separación absoluta, ni como un divorcio (que esto sería un régimen totalitarista y anti-democrático), para que la Iglesia no se meta en los asuntos del Estado, sino una separación en el marco de una relación de respeto y diálogo, porque la Iglesia siempre tendrá el derecho de la palabra si la sociedad es de libertad y de derecho. En otras palabras, que la separación de Iglesia y Estado no es un divorcio, sino un pacto de amigos, en el que los políticos y jefes de Estado se comprometen a garantizarle su libertad para ejercer la tarea evangelizadora que le corresponde.